Durante este Año Ignaciano, publicamos una serie de homilías que el P. General Kolvenbach pronunció en las fiestas de San Ignacio. En esta homilía, el P. Kolvenbach habla de la famosa expresión de Ignacio que el amor se debe demostrar más en las obras que en las palabras.
Iglesia de S. Ignacio, Roma, 31 de julio de 1995
Queridos hermanos y hermanas: Desde el comienzo quisiera expresaros mi agradecimiento en la fiesta de San Ignacio, en la iglesia dedicada a él.
Este año, la figura de San Ignacio y el fuego que ha venido a traer a la tierra como compañero de Jesús, han estado especialmente presentes. La inspiración de Ignacio ha guiado la preparación de la Congregación General, su discernimiento ha conducido a la Compañía de Jesús en la renovación de su vida y de su labor apostólica y su modo de proceder, de avanzar en el Señor animará la puesta en práctica de todo lo que el Espíritu nos ha hecho descubrir para bien de su Iglesia en el mundo. Precisamente esta puesta en práctica quería Ignacio que fuera la característica de su espiritualidad.
En los decretos y documentos de la Congregación General, en estos papeles y estas palabras, ha dominado un término muy sencillo de Ignacio que afirma que el amor se debe demostrar más en las obras que en las palabras. Ignacio no hace sino concretar el Evangelio que hemos escuchado esta tarde, un evangelio que podría sonamos extraño. Jesús ha venido a traer fuego a la tierra. No dona al mundo un hermoso discurso o una tranquila visión de las cosas. El fuego que trae no está aquí para hacemos soñar ante sus fascinantes llamas, para dejarnos arrastrar por el encanto de su magia de fuego. No, nuestro Dios, Padre de Jesús y Padre nuestro, habla desde un arbusto en llamas y este fuego -nos recuerda incesantemente el profeta – es fuego devorador, no en el sentido de potencia destructora, sino de la fuerza de un amor irresistible. Jesús ha venido a traemos la pasión ardiente de su Padre por su pueblo y por cada uno de nosotros, y con la misma pasión de amor, Jesús querría que el mundo se encendiera sabiendo, sin embargo, que este amor no seguirá siendo de paja, sino que lo devorará hasta su muerte en cruz, hasta que su corazón sea traspasado por la lanza del odio y la división.
El amor cristiano no es nunca teórico o platónico; es como un fuego que nos devora con la toma de decisiones dolorosas, asumiendo opciones gravosas, aceptando desgarros en el corazón de nuestra vida íntima, porque el amor de Cristo puede imponernos graves motivos de separaciones. Como dice el Evangelio, en una casa de cinco personas se separarán tres contra dos o dos contra tres.
Entonces, el llamamiento de Ignacio a dar cuerpo al amor más en obras que en palabras, no es un buen consejo de sentido práctico en favor de la eficacia y el activismo, incluso en la vida de fe. La llamada de Ignacio se inspira en el amor de Dios que no cesa de realizar grandes cosas por nosotros y en el amor encamado del Hijo de Dios, que nos advierte cómo no todos los que dicen «Señor, Señor» entrarán en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad del Padre que está en los cielos. Con gran franqueza, Jesús prefiere el hijo que dice «no» de palabra y sin dilación va a trabajar en la viña, al hijo que de palabra promete trabajar mucho pero al final no hace nada. En tal perspectiva, esta tarde San Ignacio nos invita a contemplar a Jesús en el trabajo, en su labor de traer el fuego de su amor a nuestra tierra, llamando a cada uno a ser su colaborador no de palabra, sino con opciones concretas, con decisiones diadas, marcadas por los sentimientos y preferencias del mismo Jesús. Esta participación en el cuerpo y la sangre de Cristo, por intercesión de San Ignacio nos trasforme en enviados a inflamar este mundo nuestro exánime y frío con el fuego de la pasión amorosa de Dios.
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