Durante este Año Ignaciano, publicamos una serie de homilías que el P. General Kolvenbach pronunció en las fiestas de San Ignacio. En esta homilía, el P. Kolvenbach habla del última día de San Ignacio en la tierra.
Iglesia de San Ignacio, Roma, 31 de julio de 1996
Al celebrar hoy el nacimiento en el cielo de San Ignacio, el evangelio nos recuerda esta frase de Jesús: «Sígueme y deja que los muertos entierren a los muertos». Es suficiente evocar el último día de Ignacio en esta ciudad de Roma, para descubrir que San Ignacio cumplió estas palabras del Señor. Es un 30 de julio, un día de verano. Ignacio no se siente bien, pero ha sido capaz de llevar la cruz de la enfermedad y de los padecimientos en seguimiento de su Señor. Pero este día siente que el encuentro para siempre con su Amigo y Señor se acerca, y ruega a su secretario que solicite la bendición papal del Sumo Pontífice para este paso por la muerte a la Vida para siempre en la Trinidad Santa. Pero su secretario, muy acostumbrado a ver al Maestro Ignacio totalmente abandonado a cuanto desea su Divina Majestad, en salud o enfermedad, para una vida larga o corta, para el tiempo o la eternidad, observa que no ve tal urgencia, tanto más que el caneo para España debe salir esa misma tarde, por encima de todo.
San Ignacio preferiría tener la bendición del Santo Padre este día, jueves, y no mañana, viernes; pero dice al Padre Palanca que haga lo que le parezca bien: «Me confío a Usted en plena libertad». Esta misma libertad, igual ante la vida como ante la muerte, consiente a San Ignacio tener la certeza de que el Señor lo llama junto a sí y trata por la tarde con sus hermanos sobre la adquisición de una casa que el Colegio necesita con urgencia para ampliarse. Todo parece tan normal que ninguno se preocupa de él y, llegada la noche, todos dejan que Ignacio se retire solo. En la estancia de al lado se oye al maestro Ignacio dialogar con Dios, pero el coloquio con el Señor siempre prolongaba su conversación con los hombres.
El corazón de Ignacio no está desganado entre la vida y la muerte, dividido entre tiempo y eternidad. En sus Constituciones pide que el compañero de Jesús, toda la vida y más aún en la muerte, se esfuerce y procure que Dios nuestro Señor sea glorificado y servido en su persona y el prójimo sea edificado por una fe pascual viva, pues Cristo Nuestro Señor, con las incomparables penas de su vida terrena y de su muerte, nos alcanzó la felicidad. Al alba del 31 de julio de 1556, hacia las cinco, la comunidad descubre a San Ignacio en agonía, solo con su Señor solo, en la plenitud del gozo, por fin, para el que todo hombre ha sido creado.
Ignacio aprendió a seguir al Señor como su vida, dejando que los muertos entierren a los muertos. Es que, para el Maestro Ignacio, la persona humana no es un ser para la muerte. Claro está que el hombre es mortal y también Ignacio tiene miedo a la enfermedad y la agonía, y desea de todo corazón larga vida con buena salud. Pero en su fe pascual, la evocación de la muerte pone en evidencia que la vida es gracia. El Maestro Ignacio podría enseñarnos cómo encontrar la eternidad de Dios en toda ocasión que el tiempo nos ofrece. La insistencia de Ignacio en las ocasiones que se nos presentan, en las ocasiones de no perder, en las ocasiones que Dios nos ofrece, no es la del oportunista que aprovecha las ocasiones para su propia ganancia, sino la del místico que ha hecho experiencia de que la acción de Dios pasa a través de las ocasiones del tiempo presente, se manifiesta en muchas circunstancias de la vida cotidiana, dando a estos instantes (más numerosos de cuanto creemos) la amplitud infinita de la eternidad.
Recordando en esta Eucaristía el último día terreno de Ignacio, aprendemos de él cómo ser a la vez fieles al tiempo presente y abiertos al tiempo que viene, en Aquel que vino para realizar en la eternidad lo que El mismo comienza en nosotros en el presente. De este modo, y según sus mismas palabras, siempre y a toda hora en que quería encontrar a Dios lo encontraba, viviendo el tiempo presente «sub specie aeternitatis». El pan y el vino que nos unen a la pasión y muerte de Cristo (eternamente), por intercesión de San Ignacio nos guíen por el camino de la vida hasta que el Señor venga.
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