Durante este Año Ignaciano, publicamos una serie de homilías que el P. General Kolvenbach pronunció en las fiestas de San Ignacio. En esta homilía, el P. Kolvenbach habla de San Ignacio y la muerte.
Iglesia de Jesús, Roma, 31 de julio de 1992
Hermanos y hermanas: Antes de meditar brevemente en la palabra de Dios que hemos escuchado, quisiera daros las gracias a todos por haber venido esta tarde a celebrar a San Ignacio.
Dos veces nos habla sobre la muerte el Evangelio de esta fiesta. El Señor integra su muerte en cruz en la misión por la vida del mundo y el mismo Señor saca su consecuencia práctica para todos nosotros: ¿qué aprovecha ganarlo todo si el hombre se pierde para siempre, si muere para siempre? Una tradición constante refiere que Ignacio solía repetir con frecuencia estas palabras del Evangelio a su compañero de estudios Francisco Javier. Y fueron su conversión. No mediante una meditación desesperada o morbosa sobre la muerte, sino por medio de la luz de vida que estas palabras del Evangelio llevan a descubrir.
Al conmemorar esta tarde la muerte de San Ignacio junto a su tumba, el Evangelio nos impulsa a profundizar en la experiencia de la muerte según la espiritualidad ignaciana. Era ésta una dimensión habitual de la vida de Ignacio. Ya en Loyola, mientras los médicos trataban de curar la herida recibida en Pamplona, a Ignacio lo daban por muerto. A continuación, en Manresa llevaba una vida tan austera e imposible que con frecuencia le conducía a los umbrales de la muerte. Y, en fin, en su largo peregrinar, Ignacio estuvo muchas veces a punto de morir a causa de tempestades o de graves enfermedades.
Pero todas estas experiencias no hacían de Ignacio un hombre triste, pesimista, como obsesionado por el pensamiento de que, en el fondo, el hombre está aquí solamente para morir, ni tampoco por una muerte que en cualquier caso tiene la última palabra en todas las cosas humanas. Sabía bien que era mortal y, como todos, tenía miedo a la enfermedad y deseaba una larga vida con buena salud para el mayor servicio de Dios. Es que Ignacio integra la repugnancia y la realidad de la muerte en la gracia de existir para la vida y para una vida sempiterna en Aquel que es el Viviente. Para Ignacio, la muerte era una compañera de la vida que en lugar de oscurecerla con tinieblas angustiosas, la ilumina con la luz gozosa de la gracia. La muerte nos hace sentir que la vida es gracia, que es un don amoroso de Dios. El Señor me ha dado vida hasta ahora, exclama rebosando gratitud en los Ejercicios Espirituales (71). De esta manera la muerte interroga, interpela la vida: ¿se la ve de verdad todos los días y en todo como respuesta de amor al don de amor que es la vida? De aquí la invitación de Ignacio a tomar las decisiones a la luz de la muerte (cf. Ej. Esp., 186,340), no porque la muerte sea una ruptura absurda que hace vanas muchas cosas, sino porque la muerte ilumina el momento presente con la verdad gozosa y exigente del Señor resucitado.
En esta perspectiva pascual Ignacio no temía concretar en la mortificación esta feliz presencia de la muerte, significando el rechazo de todo cuando destruye o aminora la vida verdadera en la persona humana, el encuentro vivificante con el Creador de la vida y Salvador de la vida. Ignacio no despreciaba a la criatura porque fuese mortal; por el contrario, la verdad de la muerte purifica su amor a la obra del Creador, descartando de este amor el apego que impide el amor al Dios viviente en todas las criaturas y el amor de todas las criaturas en Dios, fuente de su vida. Por medio de este amor mortificado, por medio de este amor vivido a la luz gozosa de la muerte, creemos que 10 perdemos todo, pero en verdad ganamos la vida en su verdad y plenitud. Es éste el significado del Evangelio de esta fiesta, es el significado de la experiencia de la muerte en Ignacio.
En esta Eucaristía, una vez más comulgamos con la muerte del Señor tomando el pan partido y la sangre derramada, para vivir por siempre en el que ya ahora es nuestra resurrección y vida.
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