La Navidad con Ignacio de Loyola

23 diciembre 2021Artículo

La Navidad con Ignacio de Loyola. Lector de la Vita Christi

Reflexionemos un poco con Ignacio, en este año Ignaciano, sobre las navidades. La Civiltà Cattolica ha publicado el siguiente artículo (link).

Íñigo estaba postrado en su castillo de Loyola: una pierna no lo sostenía. Hacía unos meses que, defendiendo las murallas de Pamplona de un ataque de los franceses, un proyectil se la había destrozada, y ahora, para bien o para mal, más para mal que para bien, se estaba recuperando. En las largas tardes de invierno solía leer libros de caballerías, que excitaban su imaginación, pero en el castillo no había sino un libro de Vidas de santos y la Vita Christi (VC) de Ludolfo de Sajonia. Este último, apreciado escritor ascético (nacido hacia 1295 y fallecido en Estrasburgo en 1377), primero dominico, luego cartujo y prior de la Cartuja de Coblenza, fue autor de una Vita Jesu Christi ex quatuor Evangeliis, poderoso comentario teológico-espiritual sobre los cuatro Evangelios, enriquecido con numerosas citas de los Padres y de autores espirituales de la Edad Media[1].

 

Una lectura crucial

 

Estamos en el 1521. Íñigo lee estos grandes libros fundamentales en una traducción al castellano[2] y queda impresionado. Él mismo dirá luego que esta lectura fue algo crucial en su conversión[3]. Hoy, mejor que en el pasado, captamos la importancia que la Vita Christi ha tenido para la espiritualidad de Ignacio, hasta el punto de que es posible localizar numerosas huellas de ella en sus Ejercicios Espirituales [Ej][4], especialmente en la contemplación de la Natividad [Ej 111-117]. Por eso, en vísperas del “año ignaciano 2021-2022”, que la Compañía de Jesús está celebrando al recurrir el quinto centenario de la herida de Pamplona[5], queremos también releer con Ignacio el comentario que Ludolfo hizo al capítulo 2 de Lucas, que trata precisamente del nacimiento de Cristo. El erudito monje cartujo sigue al pie de la letra el texto del Evangelio, introduciendo, cuando es oportuno, sus comentarios. Seguiremos los que consideramos sean más útiles para nuestra meditación sobre el misterio de la Navidad.

 

El censo

Lc 2,1: « En aquellos días César Augusto decretó que se hiciera un censo de toda la tierra».

Ludolfo señala que en el momento del nacimiento de Cristo, «el mundo, hasta entonces en gran perturbación, bajo el gobierno de César Augusto se encontraba en paz. Cristo eligió nacer en ese momento, porque era conveniente que, al nacer el rey de la mansedumbre y príncipe de la paz, su nacimiento fuera precedido de un anuncio de paz. Cristo era un constante buscador de la paz, amaba a los que aman de la paz y la caridad, su vida era un exponente de paz y fue paz el legado que dejó a sus discípulos a su partida» (VC I, 9, 1). Según Ludolfo, el censo no sólo tenía como objetivo contar la población. Pretendía además cobrar tributos. Así, con tres actos: presentación personal, inscripción y tributo, los judíos se reconocían súbditos del Imperio Romano: «En esta ocasión y por primera vez Judea se convirtía en tributaria de los romanos, obligándose a sufragar sus tropas» (VC I, 9, 2)[6].

Lc 2,4-5: «También José, que era de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret en Galilea a Judea, a la ciudad de David, llamada Belén, para empadronarse con María, su mujer, que estaba encinta».

Ludolfo comenta: «Para tu bien, quiso el Señor tomar parte en un censo de este mundo, para que tu nombre quedara inscrito en el cielo. Daba así un ejemplo de perfecta humildad. El Salvador hacía presente la humildad desde su nacimiento, y ella lo acompañó hasta su muerte, cuando “se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,8)»[7]. Ludolfo dirige su atención a la condición de María, que estaba embarazada: «Porque de Nazaret a Jerusalén hay unas treinta y cinco millas, y luego, bajando la cuesta de Jerusalén hacia el mediodía, hay otras cinco millas está Belén[8]. La Virgen, aunque a punto de dar a luz, no se sentía agobiada por el viaje. Pisaba apenas la tierra: la luz que la invadía suprimía todo agobio» (VC I, 9,4).

Pobres entre los pobres

Lc 2,6-7: «Mientras estaban en aquel lugar, se le cumplieron los días del parto. Dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada».

Ludolfo comenta: «Como eran pobres, no pudieron encontrar alojamiento, debido a la gran concurrencia de gente que había venido por el mismo motivo. Ponte en el lugar de la Virgen, ve a esa delicada muchacha de quince años, fatigada por el largo viaje, que se mueve entre los hombres con modestia buscando un lugar para descansar y no lo encuentra» (VC I, 9, 6). Al final, María y José encontraron refugio en un lugar de paso, «dentro de la ciudad, cerca de una de las puertas, bajo una roca hueca que no tenía techo. Los hombres que venían a la ciudad por algún negocio solían llevar allí sus animales» (ibíd.).

Aquí es donde José se pone manos a la obra: «Él, que era carpintero, debió hacer un pesebre para el buey y el burro que habían traído: un burro para poner a la Virgen embarazada, y un buey tal vez para venderlo y con el producto pagar el tributo para él y la Virgen, y tener algo para vivir» (ibíd.)[9].

El primogénito

Ludolfo continúa explicando cómo debe entenderse que María dio a luz a «su hijo primogénito»: «Aquí primogénito no significa en relación con el que le sigue, sino la privación en relación con el que le precede, porque no había tenido a nadie antes. Todo unigénito, dice Beda, es primogénito; y todo primogénito, como tal, es unigénito. Y puesto que el Hijo de Dios quiso nacer en el tiempo de una madre según la carne, a fin de adquirir muchos hermanos para el nuevo nacimiento en el Espíritu, por esta razón se le llama mejor primogénito que unigénito» (VC I, 9, 7).

 

El nacimiento tuvo lugar «en la medianoche del día del Señor, cuando «la noche estaba en la mitad de su curso» (Sap 18,14), porque el mismo día en que dijo: «Hágase la luz, y se hizo la luz» (Gen 1,3), el Señor «nos visitó, Sol que nace de lo alto» (Lc 1,78)» (VC I, 9, 7). «Nació de noche, porque vino en secreto, para devolver a la luz de la verdad a los que estaban en la noche del error» (VC I, 9, 8). Nada más nacer, «su madre lo adoró inmediatamente como a Dios, y lo envolvió ella misma en paños, es decir, en ropas sencillas y usadas, y lo colocó no en una cuna de oro, sino en un pesebre, entre los animales antes mencionados, es decir, el buey y el asno» (VC I, 9, 7).

Ludolfo comenta: « Veis la gran pobreza e indigencia de Cristo: no sólo no tenía una casa propia en la que nacer, sino que ni siquiera en su vivienda podía tener un lugar adecuado y apropiado, sino que fue necesario ponerlo en un pesebre por falta de espacio. Así se cumplió el dicho: “Las zorras tienen guarida y los pájaros nido, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Lc 9,58). Así descansó el Señor: primero, en el seno de la Virgen; segundo, en un vil pesebre; tercero, en el patíbulo de la cruz; cuarto, en el sepulcro que no era suyo. ¡Esta es la medida de su pobreza y de sus lugares de descanso!» (VC I, 9, 7).

 

Lc 2,8-9: «Había en la región unos pastores que dormían al aire libre y vigilaban su rebaño durante toda la noche. Un ángel del Señor se acercó a ellos, y la gloria del Señor brilló sobre ellos».

 

¿Por qué se apareció el ángel a los pastores y no a otros, se pregunta Ludolfo? «Primero, porque eran pobres, y Cristo vino a los pobres, como dice el salmo: “Por la opresión del humilde, el lamento del pobre” (Sal 11,6). En segundo lugar, porque eran sencillos, como leemos en Proverbios: “se confía a los sencillos” (Pr 3,32). En tercer lugar, porque eran vigilantes, como leemos en los Proverbios: “Los que madrugan por mí me encuentran” (Pr 8,17)» (VC I, 9, 12).

 

Lc 2,10-11: «El ángel les dijo: «No temáis, porque os traigo una ben noticia, una gran alegría que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor».

Belén, aunque es una ciudad pequeña, sigue siendo «la ciudad de David» y en ella tienen lugar acontecimientos importantes. Ludolfo se complace en enumerarlos: «Belén, una pequeña, mínima ciudad, abrió el camino a la casa del paraíso. Antes se llamaba Efrata (cf. Gn 48:7). Hubo allí una hambruna (cf. Rt 1,1), y tras ella vino gran abundancia, y por eso recibió el nombre de Bet-lehlem, es decir, “casa del pan”. “No es la última de las ciudades de Judá” (Mt 2,6), siendo excelente en dignidad, ha vivido muchos acontecimientos importantes antes de la venida de Cristo. Allí fue ungido David (1 Sam 16:13), allí se celebró un sacrificio solemne (1 Sam 16:2), allí se celebró el matrimonio entre Rut y Booz (Rt 4). Estas tres cosas prefiguran la unión de la divinidad con la humanidad, el verdadero sacrificio y el reino inmutable. Por fin Belén experimentó la alegría de la llegada de Cristo. ¿Cómo ponderar dignamente la alegría de los ángeles que alababan a Dios, la de los pastores que vieron al Señor, la de los Magos que lo pudieron adorar y de todos los pueblos que creyeron en él? Pero Belén, después del nacimiento de Cristo, conoció también mártires, cuando Herodes mandó matar a niños inocentes” (VC I, 9, 22).

Ludolfo explica a continuación el significado del término «Cristo»: «Christós en griego equivale a unctus en latín: En el Antiguo Testamento sólo los reyes y los sacerdotes eran “ungidos” [es decir, consagrados con la unción sagrada]; ahora Cristo es Rey y Sacerdote, y por eso se le llama con razón Cristo, es decir, ungido, no con unción humana sino divina, ya que en su humanidad que había asumido por nosotros fue ungido [es decir, consagrado] por Dios Padre, más aún, por toda la Trinidad, con la plenitud de la gracia» (VC I, 9, 12).

El signo del Niño

Lc 2,12: «Os doy esta señal: encontraréis un niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre».

Ludolfo comenta: «Encontrarás un niño, uno que está como escondido, que no habla y, sin embargo, es la Palabra de Dios; envuelto en pañales, no en vestidos de seda, signo de su pobreza; acostado en un pesebre, no en una cuna de oro, signo de su humildad, porque aunque es el Señor de los señores se ha rebajado a un pesebre de animales. Hay que señalar que los pastores eran sencillos, pobres y humildes, es decir, despreciables; y para que no tuvieran miedo de acercarse a él, se les dieron los signos de la infancia, de la pobreza y la humildad en Cristo. Estos son los signos de la primera venida de Cristo, pero otros serán los signos de su segunda venida» (VC I, 9, 12).

Lc 2,13-14: «De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”».

Ludolfo leyó en el texto latino: «paz en la tierra a los hombres de buena voluntad», es decir «a los que aceptan a Cristo nacido con buena voluntad y no lo persiguen». Porque “no hay paz para los impíos” (Is 2,22), mientras que hay “gran paz para los que aman tu ley, Señor” (Sal 118,165). De hecho, según el Papa León, la verdadera paz del cristiano consiste en no separarse de la voluntad de Dios y en experimentar la alegría sólo en las cosas de Dios. Estar en paz con Dios es querer lo que él manda y no querer lo que prohíbe. La paz, pues, se anuncia a los hombres de buena voluntad, es decir, a los hombres buenos» (VC I, 9, 14). «Está bien dicho Gloria a Dios y paz a los hombres: porque por medio de Cristo el Padre es glorificado, y se sella la paz entre Dios y los hombres, entre los ángeles y nosotros, entre judíos y el resto de los pueblos» (ibíd.).

Lc 2,15-16: «Al marcharse los ángeles al cielo, los pastores se decían unos a otros: “Vamos derechos a Belén a ver eso que ha pasado y que nos ha anunciado el Señor”. Fueron corriendo y encontraron a María y a José con el niño acostado en el pesebre».

«Ve tú mismo a ver al Niño»

Aquí, Ludolfo invita a cada uno de nosotros a que nos hagamos como uno de los pastores: «Ve ahora a ver al Verbo hecho carne por ti mismo, y arrodíllate, adora al Señor tu Dios, y saluda respetuosamente a su Madre y al Santo José. Luego besa los pies del niño Jesús, acostado en la cuna, y ruega a la Virgen que te lo entregue o te permita tomarlo en brazos. Tómalo contigo y sostenlo en tus brazos. Mira con cuidado su rostro, bésalo con respeto y deléitate en lo más íntimo de tu corazón. Puedes hacerlo, tenlo por seguro, porque ha venido precisamente por los pecadores, para salvarlos; trató con ellos con toda humildad y al final se entregó a ellos como alimento. El Señor, que es bueno, te permitirá con toda paciencia que lo toques. No lo considerará un acto de atrevimiento, sino de amor. Pero hazlo siempre con reverencia y temor, porque él es el Santo de los Santos. Luego devuélvelo a su madre, y observa atentamente con qué diligencia y sabiduría lo cuida, lo trata y realiza todos los menesteres. Prepárate también para servirla, y ayúdala si puedes» (VC I, 9, 20).

Aquí no podemos dejar de citar a Ignacio de Loyola, que en sus Ejercicios Espirituales escribe: «Ver a Nuestra Señora y a Joseph y a la ancila y al niño Jesú, después de ser nacido, haciéndome yo un pobrecito y esclavito indigno, mirándolos y sirviéndolos en sus necesidades, como si presente me hallase, con todo acatamiento y reverencia posible» [Ej 114].

 

Para concluir, Ludolfo adopta el tono de la liturgia de Navidad: «Debéis, pues, meditar con alegría en la gran solemnidad que reviste este día. Porque hoy ha nacido Cristo, y en verdad es el día de la Natividad del Rey eterno e Hijo de Dios vivo. Hoy “un niño nos ha nacido, el Hijo se nos ha dado” (Is 9,6). Hoy el “Sol de justicia” (Ml 4,2), antes oculto por unas nubes, ha surgido y brillado con claridad. Hoy “el esposo” de la Iglesia, cabeza de los elegidos, “ha salido de su alcoba” (Sal 18,5). Hoy “el más hermoso entre los hijos de los hombres” (Sal 44,3) ha mostrado su deseado rostro. Hoy brilla para nosotros el día de la redención, de la antigua reparación, de la felicidad eterna. Hoy, a los hombres, se nos anuncia la paz, como proclama el himno de los ángeles. Hoy, mientras dura el canto de la Iglesia, los cielos vierten miel sobre todo el mundo. Hoy “se ha hecho visible la bondad y la humanidad del Salvador, nuestro Dios” (Tt 3,4)» (VC I, 9, 26).

Coloquio

Una característica del comentario de Ludolfo es que termina cada capítulo con una oración, en estilo coloquial, cuyo contenido viene sugerido por la página del Evangelio que se está meditando[10]. Al final del capítulo sobre la Natividad dice lo siguiente: «Dulce Jesús, que naciste humilde de una humilde sierva, que quisiste ser envuelto en humildes ropas y acostado en un pesebre, concédeme, por tu inefable natividad, bondadoso Señor, que renazca en mí la santidad de una vida nueva. Haz que me ponga humildemente el hábito del estado religioso, para que, tomando en serio mi regla de vida, como si estuviera acostado en un pesebre, llegue a la cumbre de la verdadera humildad. Y tú, que te has dignado participar de nuestra humanidad y nuestro ser mortales, haz que yo participe en tu divinidad y eternidad. Amén» (VC I, 9, oratio).

 

[1]       Ludulfus de Saxonia, Vita Jesu Christi ex Evangelio et approbatis ab Ecclesia Catholica doctoribus sedule collecta, Parisiis – Bruxellis, Societas Generalis Librariae Catholicae, 1878, voll. I-IV. Traduciremos de esta edición latina, con la abreviatura VC.

[2]       La del franciscano Ambrosio Montesino (finales del siglo XV). Fue la reina Isabel quien pidió esa traducción, regalándola a los miembros de la corte. Probablemente así es como esos grandes volúmenes en folio acabaron en el castillo de Loyola. Según los expertos, la de Montesino fue una traducción bastante fiel.

[3]       Cfr Ignazio di Loyola, s., Autobiografía, nn. 5-6: “Y porque era muy dado a leer libros mundanos y falsos, que suelen llamar de Caballerías, sintiéndose bueno, pidió que le diesen algunos dellos para pasar el tiempo; mas en aquella casa no se halló ninguno de los que él solía leer, y así le dieron un Vita Christi y un libro de la vida de los Santos en romance. Por los cuales leyendo muchas veces, algún tanto se aficionaba a lo que allí hallaba escrito”. (San Ignacio de Loyola, Obras, BAC, Madrid 2013, 23ss).

[4]       Para tener datos sobre Ludolfo y la influencia de su Vita Christi en Ignacio, cfr. E. del Río, Ludolfo de Sajonia, La vida de Cristo, I-II, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 2010.

[5]       «Este año ignaciano durará 14 meses, desde el 20 de mayo de 2021, fecha de la herida de Ignacio en la batalla de Pamplona, hasta el 31 de julio de 2022, fiesta de San Ignacio en el calendario litúrgico. El tema de la conversión está, pues, vinculado a la experiencia del fundador de la Compañía. “Gracias” a su herida el caballero Ignacio se vio obligado a una larga convalecencia durante la cual pudo reflexionar sobre su vida, sobre el sentido de su vida hasta ese momento y sobre el sentido que tendría en adelante» (https://gesuiti.it/il-padre-generale-annuncia-un-anno-ignaziano-una-chiamata-alla-conversione/).

 

[6]       Así lo constata Ignacio, que escribe en [Ej 264]: «Ascendió Joseph de Galilea a Belén para conoscer subiección a César, con María, su esposa y muger, ya preñada».

[7]       Ignacio recoge este punto de vista en [Ej 116]: «Mirar y considerar lo que hacen [la Virgen y José], así como es el caminar y trabajar, para que el Señor sea nacido en suma pobreza y, al cabo de tantos trabajos, de hambre, de sed, de calor y de frío, de injurias y afrentas, para morir en cruz; y todo esto por mí».

[8]       De esta y otras muchas pistas se puede deducir que Ludolfo visitó Tierra Santa. Ignacio aprendió de él a observar los lugares. Cfr [Ej 112]: «Con la vista imaginativa ver el camino desde Nazaret a Bethlém, considerando la longura, la anchura, o si llano o por valles o cuestas sea el tal camino».

[9]       Ignacio se inspira claramente en Ludolfo cuando escribe [Ej 111] y menciona también al buey: «El primer preámbulo es la historia. Y será aquí cómo desde Nazareth salieron Nuestra Señora, grávida quasi de nueve meses, como se puede meditar píamente, asentada en una asna, y Joseph y una ancilla, llevando un buey para a Bethlém, a pagar el tributo que César echó en todas aquellas tierras». La mención de la sierva parece pertenecer a Ignacio, porque Ludolfo no la menciona, e incluso cita un pasaje de Crisóstomo que la excluye: «El que es pobre, que encuentre aquí consuelo: José y María, la madre del Señor, no tenían ni sierva ni esclava. Vinieron solos desde Galilea, desde Nazaret. No tenían una montura. Son señores y siervos de ellos mismos. Cosa inusitada; entran en un lugar donde refugiarse, no en la ciudad. La pobreza se mueve tímidamente entre los ricos, y no se atrevió a entrar en ella» (VC I, 9, 7).

 

[10].     Ignacio, en sus Ejercicios, sugiere igualmente terminar la meditación con un «coloquio», y lo describe de la siguiente manera: «El coloquio se hace, propiamente hablando, así como un amigo habla a otro amigo o un siervo a su señor; quándo pidiendo alguna gracia, quándo culpándose por algún mal hecho, quándo comunicando sus cosas y queriendo consejo en ellas» [Ej 54].

 

Written byÉcrit parEscrito porScritto da Enrico Cattaneo SJ
El P. Enrico Cattaneo SJ es un jesuita italiano y profesor emérito de Patrística en la Facultad de Teología del Sur de Italia de Nápoles y en el Pontificio Instituto Oriental de Roma.

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