Durante este Año Ignaciano, publicamos una serie de homilías que el P. General Kolvenbach pronunció en las fiestas de San Ignacio. En esta homilía, el P. Kolvenbach habla de estar dociles al Espíritu Santo.
Iglesia de San Ignacio, Roma 31 de julio de 1998
Al celebrar la fiesta de San Ignacio este año consagrado por el Papa al Espíritu Santo, pedimos al Maestro Ignacio que nos transmita su experiencia espiritual, su vida en el Espíritu.
Raras veces nombra Ignacio al Espíritu y, sin embargo, está omnipresente en su vida y sus escritos. Desde su misma conversión, Ignacio está movido por el Espíritu y quiere ser guiado solamente por el Soplo de Dios. Su preocupación diaria es avanzar en el Espíritu, vivir en el fervor del Espíritu, caminar en fidelidad al Espíritu y evitar caer en el enfriamiento del Espíritu. De aquí, por su parte, que la estima del don más grande del Espíritu, que es el discernimiento orante, en el que Ignacio no cesa de escrutar lo que el Espíritu Santo desea de él, se encuentre en las grandes orientaciones de su vida apostólica y también en los detalles diarios de la cotidianidad. El Espíritu es quien le guía y acompaña en este camino hacia Dios; y el Espíritu le hace descubrir a Dios en todas las cosas.
Bien sabe Ignacio que el Espíritu es agua viva y hálito, pero en su experiencia el Espíritu es sobre todo luz y fuego: presencia luminosa que hace clarividente su amor, fuego de los profetas e incendio del arbusto en llamas que le inflama de Dios el corazón. Cuando Ignacio comienza a prestar atención a lo que ocurre en él, descubre muchos movimientos, ideas y deseos. Su diario espiritual atestigua su preocupación por mantenerse en medio de estas inspiraciones buenas y menos buenas, como la aguja de una balanza en equilibrio perfecto, a fin de que el Espíritu pueda inclinar la balanza en la dirección que quiera al servicio de la mayor gloria y alabanza de Dios Nuestro Señor. Esta disponibilidad a ser como cheque en blanco para el Espíritu colma la vida de Ignacio de sorpresas y eventos inesperados.
En su juventud espiritual jamás había pensado Ignacio en ser sacerdote, fundar una orden religiosa, asumir la responsabilidad de superior general o lanzarse a la fundación de colegios y universidades. Su aspiración personal era seguir siendo peregrino y realizar en Tierra Santa la labor – la obra de la salvación – que el mismo Señor había comenzado. Abrigaba muchos planes y proyectos, pero su opción sería la que el Espíritu le inspirara. El Espíritu le sorprenderá continuamente, le abrirá caminos nuevos e insospechados, pero Ignacio cree en el Espíritu Santo que llena el universo, y actúa en la Iglesia de Cristo y en lo más íntimo de su mismo ser; y sigue la inspiración del Espíritu para puro servicio de su divina Majestad.
Es verdad que por temor a la Inquisición Ignacio cita poco al Espíritu en el folleto de los Ejercicios; pero el Espíritu, el Dios escondido se oculta bajo muchos nombres como amor y consolación, elección y espiritual, y los mismos Ejercicios no serían espirituales sin la acción el Espíritu. Porque los Ejercicios Espirituales no tienen otra finalidad sino abrir en nosotros un espacio de libertad, escucha y acogida, a fin de que el Espíritu pueda intervenir y nosotros, por la unción del Espíritu, seamos capaces de tomar las decisiones concretas que tomó Cristo y esto, hoy, en nuestra cotidianidad de cristianos, de otros Cristos, cada uno según la vocación a la que el Espíritu lo llama. Por tanto, la espiritualidad ignaciana no es una técnica para tomar sabiamente decisiones importantes, sino la pasión de escrutar lo que el Espíritu desea obrar en nosotros. Ignacio no pretende ordenar su vida para extinguir al Espíritu, sino para conseguirle toda libertad de actuar en nosotros. Ignacio no observa lo que acontece en él por interés psicológico o por conocerse a sí mismo, sino sólo para que su vida esté movida por el Espíritu, para puro servicio del Padre en seguimiento del Hijo.
A Maestro Ignacio no se le oculta que a veces es difícil discernir lo que el Espíritu espera de nosotros. No toda idea buena procede necesariamente del Espíritu bueno y tras un pensamiento malo no se esconde forzosamente un espíritu malo. En su discernimiento orante, Ignacio ha aprendido con San Pablo que el maligno se disfraza fácilmente bajo apariencias de ángel resplandeciente de luz. Y nosotros, en un campo donde, según la parábola de Jesús, el buen grano y la mala yerba no se diferencian mucho, debemos discernir el fruto del Espíritu. Pero para Ignacio, creer en el Espíritu significa que importan poco nuestra noche y oscuridad, poco interesan los espíritus que nos obsesionan: la unción del Espíritu se une a nosotros como Amor de Dios, como la totalidad de su atención amorosa. Nada de extraño si el camino de los Ejercicios Espirituales llega con nueva mirada y corazón nuevo al Amor en el Espíritu. Un Espíritu que siempre actúa amorosamente. Por esta razón a Ignacio, sobrio de costumbre en sus expresiones, le urge enfatizar que la unción del Espíritu nos toca el corazón con delicadeza, con suavidad, sin estrépito ni violencia, como gota de agua que penetra en una esponja.
En el Evangelio de la fiesta de hoy, Ignacio se reconoce en el ansia del Señor por traer fuego a la tierra y comparte la pasión de Cristo por verlo inflamado en el mundo entero. Pero Ignacio estaba convencido de que este fuego no se encenderá si nuestro corazón no arde en el amor del Espíritu Santo. A fin de damos de nuevo este Espíritu, el Señor se sienta a la mesa con nosotros para compartir con nosotros su cuerpo y su sangre. ¿No era como si ardiese un fuego dentro de nosotros, cuando en su Espíritu conversaba con nosotros por el camino?
Descubre las otras homelías aquí.