Durante este Año Ignaciano, publicamos una serie de homilías que el P. General Kolvenbach pronunció en las fiestas de San Ignacio. En esta homilía, el P. Kolvenbach habla de la importancia de María para Ignacio.
Iglesia de Jesús, Roma, 31 de julio de 1988
En este año mariano no podemos celebrar juntos esta tarde la fiesta de San Ignacio sin recordar su devoción a la Virgen. En una época de la historia en que la Reforma intentaba dejar de lado a la Madre de Dios para honrar más escueta y únicamente a su Hijo Jesús, San Ignacio daba a conocer en todas partes su experiencia espiritual, la que le había llevado a descubrir que en vez de alejarnos de Cristo, por el contrario la Virgen nos introduce en el misterio de Dios.
En su Diario espiritual Ignacio llama a la Virgen «puerta y parte de la gracia». Ella es la puerta y de ésta quiso aprender Ignacio en primer lugar cómo hablar con su Hijo Jesús y cómo dirigirse a Dios Padre. En los Ejercicios Espirituales no hay coloquio que no comience por la puerta que es la intercesión de la Virgen. Y precisamente porque ella toma parte en nuestra salvación, por eso mismo puede introducirnos en el encuentro con la Trinidad. Y así, dirigiéndose a María, San Ignacio subraya que los Ejercicios Espirituales no pretenden presentarnos una doctrina o una serie de ideas, sino que quieren hacernos disponibles al encuentro personal con Dios, encuentro del que Nuestra Señora da testimonio a través de su vida de primera creyente y de llena de gracia, de madre dolorosa y de Virgen rebosante de alegría. Sería difícil probar la tradición según la cual Nuestra Señora habría dictado los Ejercicios a San Ignacio, palabra por palabra; pero es evidente que de la Virgen aprendió San Ignacio a colaborar generosa y gratuitamente en la obra de salvación de su Hijo Jesús; y que pensaba en la Virgen cuando se atrevía a delinear los perfiles contemplativos y apostólicos de su espiritualidad. El icono de Nuestra Señora pintado por San Ignacio comporta una dimensión pascual que a veces nosotros corremos peligro de olvidar.
Ignacio pone también en evidencia los dolores de la Virgen. No olvida que la cruz planea ya sobre el evento de la natividad de Jesús. Ignacio releva el adiós de Jesús a su madre en el momento en que el Señor renuncia a su familia de Nazaret para consagrarse en exclusiva a la misión que le ha encomendado su Padre. Pero Ignacio nos invita en especial a unirnos de todo corazón a la soledad de Nuestra Señora durante la pasión de su Hijo, a unirnos a un dolor y un sufrimiento donde el amor más fuerte que la muerte sostiene su fe en la cruz y su esperanza en la resurrección.
Pero Ignacio, que se sabía llamado a seguir al Señor en sus penas y sus gozos, sentía que la Virgen tomaba parte en la cruz a través de sus dolores y, con los gozos, en la Gloria pascual de su Hijo y Señor. Por esto San Ignacio, fiel siempre a la palabra del Evangelio, nos invita a contemplar un encuentro del que el Evangelio no habla: el de la primera aparición del Señor resucitado a Nuestra Señora. Como si previera nuestra extrañeza, San Ignacio se justifica así: «Lo cual, aunque no se diga en la Escritura, se tiene por dicho en decir que se apareció a otros muchos; porque la Escritura supone que tenemos entendimiento, como está escrito: ¿También vosotros estáis sin entendimiento?» (Ej. Esp., 299). Para San Ignacio no se trata de una exégesis piadosa o de una bella fantasía. Retomando las mismas palabras de San Ignacio: la Virgen es la puerta que abre a la alegría pascual porque forma parte de este misterio.
Fiel a una larga tradición de la Iglesia, este encuentro pascual entre el Señor resucitado y Nuestra Señora era completamente diferente de las apariciones de que habla el Evangelio, ya que todas tenían por objetivo convencer y asegurar a los discípulos, dudosos de la resurrección de su Señor. El consuelo que recibió la Virgen en este encuentro no es, en absoluto, compensación sentimental por las penas padecidas al pie de la cruz. Para San Ignacio, esta consolación no podía menos de ser sino crecimiento en la fe pascual, en la esperanza pascual y en el amor pascual. No es, como en el caso de los discípulos, una fe demasiado humana y vacilante necesitada de aumentarse; en la Virgen, la Pascua le acreció la fe en su Hijo resucitado que revela cómo la vida brota de la muerte, cómo en el interior mismo del padecer y de los dolores brilla la luz de Cristo. No es, como en el caso de los discípulos, una esperanza demasiado a ras de tierra e interesada en ser recompensada de tantas pruebas, que precisaba ser purificada; en ella, en la Virgen, la Pascua aumentó la esperanza en la incomprensible paradoja de toda vida en el Espíritu, donde es menester cargar amorosamente cada día con la cruz, para resucitar ya desde ahora cada día de nuevo con el Señor resucitado. No es, como en el caso de los discípulos, un amor posesivo y versátil que necesita reafirmarse; en la Virgen la Pascua acreció el amor que en el Señor resucitado pierde su vida a fin de que otro viva en la abundancia y a causa del mandamiento nuevo entrega la vida entera para la vida del mundo.
En la Eucaristía de esta tarde, San Ignacio nos invita a renovar el misterio de la gran Pascua del Señor y a orar como Iglesia para que en nosotros se verifique lo que ocurrió en la Virgen, madre dolorosa y virgen gozosa: el consuelo de crecer en la fe pascual, a través de una esperanza pascual, por un amor pascual más fuerte que cualquier muerte.
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