Durante este Año Ignaciano, publicamos una serie de homilías que el P. General Kolvenbach pronunció en las fiestas de San Ignacio. En esta homilía, el P. Kolvenbach habla de Ignacio como hombre de oración.
Iglesia de Jesús, Roma 31 de julio de 2002
Al celebrar hoy con la Iglesia y en la Iglesia la fiesta de San Ignacio, sabemos que celebramos a un gran santo, pero un santo que a veces nos resulta bastante misterioso. La vida de oración de Ignacio no se libra de este carácter misterioso. A partir de su conversión Ignacio fue de verdad hombre de oración. La Eucaristía celebrada cada día con fervor era la fuente de su vida apostólica; este sacramento del amor más grande, como llamaba él a la liturgia divina, inspiraba toda su vida activa, su entera vida misionera. En unión con la Iglesia rezaba la oración de las Horas y veneraba en especial a la Virgen cantando su oficio y contemplando, rosario en mano, los misterios de su vida. Durante las horas de oración dialogaba con cada una de las personas de la Trinidad y practicaba fielmente el examen de conciencia, no como técnica que le ayudase a mejorar la calidad moral de su vida, sino sólo para mantener la mirada en la presencia de Dios en todas las cosas. De modo que no tomaba ninguna decisión que no fuese ante Dios o, mejor, en Dios: toda decisión de su vida iba precedida, desarrollada y prolongada por la oración.
Ignacio no quería hacer o acometer sino lo que fuese bueno y oportuno en el Señor, lo que sea – según el juicio de Jesús, cuyos misterios contempla Ignacio sin cesar – para mayor gloria de Dios. Todo se desarrolla como si para Ignacio cada expresión orante, una sencilla oración vocal o un humildísimo examen de conciencia o una profunda contemplación del misterio de Cristo o una lectura espiritual de los acontecimientos de su vida, puedan ser hondamente místicas, o sea, firmemente brotadas del Espíritu, en el que sólo podemos orar «abba Padre». Ignacio había aprendido que una vida de oración en seguimiento de Cristo no es empresa humana, sino ante todo don del Espíritu. El mismo Ignacio confesaba que Dios se portaba con él del mismo modo en que un maestro se comporta con un niño: le enseñaba.
No obstante, el mismo Ignacio hombre de oración y maestro de la vida en el Espíritu, con frecuencia pone en guardia ante una oración que se mida por su extensión y no vacila en afirmar que a una persona verdaderamente mortificada le basta un cuarto de hora para unirse a Dios en la oración. A pesar de ser hombre de profunda oración, Ignacio hace hincapié en recordar que el hombre no sirve a Dios sólo con la oración. Escribe: Si Dios tiene derecho a vernos a su disposición lo más posible y si solamente la oración podría servirle, toda oración sería demasiado breve, no cubriría las veinticuatro horas de un día. Es que a veces Dios está mejor servido con otros encuentros que no son la oración o la contemplación.
Sería fácil multiplicar las palabras de Ignacio, hombre de oración, aconsejando reducir la duración de la oración, no para menospreciarla sino para colocar la oración en el interior de una gran familiaridad con Dios que, sin duda, se deja encontrar sin interrupción en el privilegiado tiempo de la oración, pero también en las horas de intensa actividad al servicio del Señor y de su Iglesia. De este modo sólo quería Ignacio seguir de cerca a Jesús, el cual para vivir en plena familiaridad amorosa con su Padre, asumió nuestra condición humana y la vivió en la contemplación y la acción, en la oración y la caridad. Porque Ignacio vuelve incesantemente sobre esta familiaridad con Dios que sostiene nuestro deseo de buscar y hallar a Dios en todas las cosas, de amar y servir a Dios en todas las cosas. A quien, como cada uno de nosotros ha sido enviado al corazón del mundo para hacer presente en él la Buena Nueva de Cristo, Ignacio pide la oración sin duda alguna, pero más que prolíficas oraciones y largas horas de oración, exige una gran familiaridad con Dios Nuestro Señor en la oración y en todas las actividades apostólicas. Nos una esta Eucaristía en acción y contemplación con el que quiso ser nuestro pan de Vida y cáliz de nuestra salvación.
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