Durante este Año Ignaciano, publicamos una serie de homilías que el P. General Kolvenbach pronunció en las fiestas de San Ignacio. En esta homilía, el P. Kolvenbach habla de San Ignacio como compañero de Jesús.
Iglesia de Jesús, Roma 31 de julio de 2003
Al celebrar de nuevo hoy la fiesta de San Ignacio, caemos en la cuenta de que es difícil caracterizarlo en dos o tres palabras. Sin duda es hombre de Dios, ciertamente hombre de Iglesia, pero hay algo en la fe de San Ignacio que ha movido a algunos a llamarle santo del mundo. Porque Ignacio, si bien deseaba estar solo con su Señor, no huye a una ermita, sino que busca y encuentra a Dios Padre nuestro con su Hijo, el Señor Jesús que por experiencia sabe lo que hay en el hombre y en su mundo. Su familiaridad con Dios permanece tan intensa que le basta un instante para encontrarse hondamente unido con su Creador y Señor, con su Maestro y amigo.
Sin embargo, su vida es de una actividad desbordante y desconcertante: los mendigos de Roma le preocupan igual que la fe de los imperadores y los reyes; recoge dinero fatigosamente para las casas en Roma y funda cientos de colegios, esencialísimos para salvar la fe en Europa y Asia; envía a sus compañeros por el mundo y les sigue con la correspondencia y los consejos. Esta contemplación mística y esta intensa actividad sacan la fuerza del deseo de Ignacio de vivir en todo con Cristo. Cuando el Señor eligió a los doce (Mt 3,14) fue para enviarlos a predicar pero sobre tododice el Señor mismo – para que estuvieran con El. Ignacio toma a la letra este acompañamiento y en el sentido más realista.
En primer lugar compartiendo con el Señor su misma causa, su misión que, según las palabras de Ignacio, es «el puro servicio de su Padre» (Ej. Esp., 135), aceptando estar con Jesús en el dolor y en la cruz, y en el gozo y la gloria. Peregrino con Jesús, el primer peregrino, Ignacio pone la misión en el primer lugar de todo cuanto hace y quiere hacer, para continuarla con Jesús aquí y hoy, entre los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Pero vivir con Jesús como compañero suyo, supone más todavía, es escoger lo que escogió Jesús como condiciones de vida y método de trabajo. La misión evangelizadora de Jesús no es una iniciativa pública ni una campaña de beneficencia. Es proponer con Jesús, en toda pobreza y debilidad, la Buena Noticia con amor desinteresado y esperar la respuesta de fe del otro, pronunciada en total libertad. A Ignacio le gustaba hablar de conquistar el mundo para su Señor, pero sabía que por respeto a la libertad de todo hombre, en vez de imponer su mensaje, debía proponerlo como un mendigo a la fe y amor del otro, ofreciendo la riqueza más grande del hombre: el amor de su Padre.
Al pedir ser colocado con el Hijo – petición concedida en La Storta – Ignacio sabía que sufriría con el Hijo por las presiones sociales de nuestro mundo, con la aparente derrota de la Iglesia, bajo la persecución del Príncipe de este mundo, que demasiadas veces parece tener la última palabra en todo progreso y ambición humana. Pero evitar la fragilidad del pueblo de Dios, rehuir la humillación que debemos padecer como cristianos ¿no es huir del mismo Cristo? Ignacio dedica la mitad de los Ejercicios a introducimos en la condivisión pascual de su pasión, pues todos estamos llamados a estar con el Crucificado, con el Resucitado, a vivir esta personalísima experiencia con El, para llegar a nuestra mayor alegría – de la que hablamos tan poco – la de estar siempre con el Señor. Al recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor, pidamos con Ignacio que nada nos separe del privilegio de vivir con el Señor. Diciéndole con las mismas palabras de Ignacio: Todo mi deseo es no desear más que a Cristo y Cristo crucificado, a fi n de que crucificados en esta vida, en este mundo, nos remontemos resucitados al otro mundo (Lettera 92).
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