Durante este Año Ignaciano, publicamos una serie de homilías que el P. General Kolvenbach pronunció en las fiestas de San Ignacio. En esta homilía, el P. Kolvenbach habla de la importancia de la Eucaristia para San Ignacio.
Iglesia de Jesús, Roma, 31 de julio de 1985
Nuestros ojos se dirigen al sepulcro de San Ignacio aquí, en la iglesia de Jesús donde celebramos juntos esta tarde la fiesta del Santo. No es de extrañar que se represente a Ignacio con la casulla, ya que en él la celebración de la Eucaristía se encuentra ciertamente en el centro de su mística apostólica.
Antes de celebrar la Eucaristía, San Ignacio había meditado la víspera los textos litúrgicos; y después de la Misa con gusto pasaba dos horas de acción de gracias. Poco importaba la urgencia de los asuntos o la premura de la labor apostólica: nadie tenía derecho a distraerle durante este tiempo privilegiado. Para seguir unido al sacrificio eucarístico a lo largo del día, hizo abrir una ventana en la pared que le permitiera ver el altar siempre y recordar el misterio pascual. Son unánimes los testimonios; durante la Misa, que duraba algo más de una hora, Ignacio recibía grandes consolaciones y una percepción extraordinaria de la Trinidad actuando en la historia de los hombres, en la vida de la Iglesia, en la intimidad más honda de su misión personal. Así la Eucaristía se imponía a Ignacio en toda su realidad pascual, gozosa y dolorosa, hasta el punto de que muchas veces terminaba exhausto. En los últimos años de su vida Ignacio celebraba sólo los domingos y las fiestas, debido a su poca salud que no resistía – dicen las fuentes – las agotadoras visiones que acompañaban su Misa. En la Eucaristía, Ignacio moría con su Señor por la vida de sus hermanos, para «ayudar a las almas».
Durante meses se había preparado Ignacio antes de celebrar la Eucaristía por vez primera en la santa noche de Navidad de 1538, ante la reliquia del Pesebre en Santa María la Mayor. El, que tanto había deseado quedarse en Tierra Santa para «ayudar (allí) a las almas» anunciando el misterio de la Encarnación, celebraba en Roma su Misa por el mundo, obedeciendo a su Divina Majestad. Tres años más tarde, rodeado por sus primeros compañeros, ante la Hostia se compromete Ignacio a seguir al Señor pobre, casto y obediente en la Compañía de Jesús. También hoy los jesuitas que ponen su vida existencialmente bajo el signo del pan partido y la sangre derramada por la vida del mundo, repiten los gestos de los primeros compañeros, realizados en San Pablo extramuros.
Para dotar de Constituciones a esta joven Compañía, Ignacio busca la inspiración en las muchas Misas que celebra; los pasos más importantes siempre obtuvieron confirmación divina en la Eucaristía celebrada con dicha intención. Este amor a la Eucaristía no podía no dejar de transmitirse a los compañeros de Ignacio, que hacían experiencia de esta hambre eucarística introduciendo la Misa diaria y la Comunión frecuente o, mejor, cotidiana. Fiel a esta tradición espiritual, la última Congregación General declaró que «nuestra vida a ejemplo de la de Ignacio está enraizada en la experiencia de Dios que nos llama por medio de Jesucristo, nos congrega en unidad y nos envía en misión. La Eucaristía es el lugar privilegiado en que celebramos esta realidad”.
Este amor a la Eucaristía no podía faltar en los Ejercicios Espirituales. En efecto, la contemplación de la Cena se llamará tercer fundamento de los Ejercicios, después del Principio y el Reino. La Eucaristía está colocada entre la segunda y la tercera semana como punto central donde converge todo mi deseo concreto de estar con Cristo y de donde fluye el cumplimiento de este deseo en HU camino pascual con Cristo por medio de la Eucaristía. Entonces la Eucaristía aparece en primer lugar – ya Pablo lo recordaba – como auténtico juicio. Aquí cada uno manifiesta de qué espíritu es, ya que nuestra elección, nuestras opciones se confrontan con el camino elegido por el Señor. Quien no discierna lo que para él significan el cuerpo y la sangre de Cristo, come y bebe su propia condenación. Comunicando con el ofrecimiento de Cristo en la Cena, la opción por el camino de Cristo asume todo el significado de una conversión personal y eclesial. Al igual que todo producto de la naturaleza, no llega a ser alimento del hombre si no es a través de una elaboración; como el trigo no se transforma en pan si no se siega, se criba y se muele; así al decir en la Cena «éste es mi cuerpo» para ser nuestro alimento de vida, el Señor se entrega a la muerte, la única que hace fructuosa y cumple tal transformación. Esta conversión es la pasión pascual, este ardiente deseo de comer la Pascua con todos nosotros, a fin de que todos pasen de su muerte a la vida. De este modo el Señor sale de sí mismo y se entrega a los demás. El que era Dios renuncia a sí mismo y se hace alimento de todos. Entonces no es de extrañar que Ignacio luchase en la Eucaristía cuando se dejaba despojar de cuanto tenía y cuanto era para ser convertido no a sus proyectos y sus opciones generosas, sino a los sentimientos que fueron los de Cristo en su Pasión. Por medio de la Eucaristía, la vida de Ignacio pasa a ser el éxodo de una persona naturalmente egoísta y limitada, convertida en alimento «para vosotros y para muchos”. En la Eucaristía precisamente, las palabras y sentimientos, los deseos y aspiraciones que los Ejercicios provocan se transforman existencialmente en el cuerpo y la sangre, en la cruda realidad de nuestras vidas en la realidad crucificadora y resucitadora de Cristo.
Comulgar significa, entonces, querer que nuestra vida personal y comunitaria sea arrebatada y transformada por la historia pascual del Señor Jesús que prolonga su Pasión hasta el fin de los tiempos. En esta conjunción que cumple únicamente la Eucaristía, Ignacio descubrió la fuente de su espiritualidad y su apostolado. Leyendo su Diario, descubrimos a veces que Ignacio se siente atraído por miradas que vienen de lo alto, del altísimo cielo. Pero la Eucaristía le recuerda las palabras que oyeron los apóstoles el día de la Ascensión: por qué miráis a lo alto, al cielo? Muy abajo precisamente, en lo cotidiano, en la existencia de todos los días con sus alegrías y sus penas simbolizadas por el pan y el vino, es donde la Trinidad quiere ser descubierta, adorada y servida, y está actuando por nosotros. De un íntimo colaborador de Ignacio son las palabras siguientes: «No quiero que seas un hombre espiritual y recogido sólo cuando celebras la Misa, no; es preciso que seas un hombre espiritual y recogido en tu trabajo, a fin de que toda la fuerza del espíritu y de la gracia brille en las obras».
De modo que Ignacio ya no busca la unión con la Trinidad en lo alto, en lo cada vez más alto del idealismo puro o de la interioridad plenamente pura, sino en la comunión del pan y el vino que la pasión del Señor convierte en obra de la Trinidad. Después de que el Señor Jesús, la víspera de su Pasión tomó el pan para que se distribuyese amorosamente a todos en alimento de vida, toda mística se cumple a través del cuerpo probado, humillante y humillado del hombre. ¿Existe una plegaria eucarística más sublime y más humilde que la del Principio de los Ejercicios Espirituales que se atreve a depositar en la patena nuestra ansia de no preferir la salud a la enfermedad, la riqueza a la pobreza, el honor al deshonor, la vida larga más que la breve, para todo el resto de nuestra existencia, deseando y eligiendo sólo el camino de la Pasión del Señor que la Eucaristía no cesa de cumplir entre nosotros? ¿Hay alguna plegaria eucarística que se atreva «alta y humildemente» a traducir «este es mi cuerpo» como la del final de los Ejercicios: dejar que el Señor nos tome la libertad y la memoria, la inteligencia y la voluntad, el tener y ser para recibir el don de amor y de gracia que eres tú mismo, el cuerpo de Cristo, la sangre de Cristo por la vida del mundo? La Eucaristía «y esto me basta».
Un crítico de arte ha hecho notar que las vestiduras sacerdotales – la casulla que lleva Ignacio – son y deben ser el indumento más bello porque deben esconder mucha debilidad y pobreza humanas. En cierta época de su vida, Ignacio tenía costumbre de añadir a su firma esta expresión misteriosa: «pobre en bondad», pobre en amor. También Ignacio tiene únicamente cinco panes y dos peces y, no obstante, comparte con el Señor la misión de nutrir a la muchedumbre. También sueña Ignacio con compartir plenamente con los otros la Pasión por la que él se ha dejado conquistar. Entonces Ignacio saca de la Eucaristía la fe en la lenta conversión eucarística del mundo, una fe que acepta caminar larga y pacientemente con cada hombre, para que descubra también él esta conversión de toda su libertad en amor eucarístico. Ignacio saca de la Eucaristía una confianza que espera, a pesar de las apariencias, la venida de Cristo que la Eucaristía celebra hasta que El venga; sobre todo el amor siempre mayor que apresó a Ignacio y por medio de la Eucaristía se transformó en deseo ardiente de servir «dondequiera en el mundo nos envíe el Vicario de Cristo».
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