Tiziano Ferraroni SJ reflexiona sobre la importancia de la vulnerabilidad para San Ignacio y en la fundación de la Compañía de Jesús. Considera que la aceptación de la vulnerabilidad, innata a la humanidad, supone un reto importante para la sociedad contemporánea.
¿Y si pidiéramos a Ignacio de Loyola que nos ofreciera una palabra de consuelo, un consejo, a nosotros, hombres y mujeres en la era del COVID, hijos de una sociedad que quiere borrar cualquier rastro de vulnerabilidad y que, sin embargo, la ve resurgir, amenazante y desestabilizadora como siempre? ¿Nos ofrecería Ignacio unas “reglas para comportarse en tiempos de vulnerabilidad” igual que hizo con el “ordenarse a comer” o con “distribuir limosnas”? ¿Propondría un ejercicio para superar la vulnerabilidad, él que sabía encontrar el ejercicio adecuado a cada situación espiritual? Seguramente no se lanzaría a darnos una conferencia sobre la vulnerabilidad. No eran su estilo los grandes discursos. Prefería las palabras sencillas. Lo más probable es que Ignacio se limitase a contar su historia. Narraría la historia de su propia vulnerabilidad. Es lo que hizo cuando los primeros compañeros le insistieron en que escribiera la historia de su conversión como “testamento” (Prólogo de Nadal a la Autobiografía [Au 2]) para “fundar verdaderamente la Compañía” (Prólogo de Câmara a la Autobiografía [Au 4]).
Podemos imaginar que Ignacio, en un lenguaje un poco más adecuado al mundo contemporáneo que el de hace cinco siglos, comenzaría a recordar aquella herida de la que partió todo, cuando, durante la batalla de Pamplona, un proyectil hirió su pierna. A continuación, nos contaría cómo se sintió perdido durante los meses de convalecencia, cuando le estuvieron ya vedadas sus distracciones de siempre – juegos, damas, armas – cuando cayó en la cuenta de que su vida social estaba muy condicionada, porque andaría cojeando el resto de su vida. En una palabra, habían quedado destrozada su pierna, y, junto a ella, su misma identidad. Tal vez Ignacio llegaría a confesar en ciertos momentos que se sentía abrumado por una ola de desesperación, como si un fluido negro invadiera su corazón.
Habían quedado destrozada su pierna, y, junto a ella, su misma identidad
Al recordar estos momentos, Ignacio asumía un aire serio, pero su rostro sereno y el tono tranquilo de su voz dejaban entrever el resto de la historia. Continuaría diciendo que su herida no era el final de nada, sino el principio: que precisamente esta herida le había enseñado a pedir ayuda a otros, y a aceptar la ayuda que se le ofrecía; que era esta herida la que le había obligado a pasar largas horas en silencio y soledad, a leer y meditar la Vida de Cristo y las Vidas de los Santos. No sin lágrimas de emoción, confesaría: “En aquella cama de Loyola, aprendí a distinguir las palabras que me daban la vida de las que me causaban la muerte. En aquella cama, por primera vez, se me abrieron los ojos y, de repente, todo me parecía nuevo, vivo, diferente. Dios estaba allí, en todas partes, lo sentía presente. Durante esos días sentí que la Vida florecía en mí. Una vida que nunca jamás abandoné”.
Ignacio no se detiene en este punto de la historia. Continua relatando pruebas de su vulnerabilidad, que le depara el camino, pruebas que resultan ser cada una nueva oportunidad de crecer en la vida que está brotando en él. La más dura de ella es la prueba de los escrúpulos, cuando fue asaltado por la angustia abrumadora de no poder responder adecuadamente al amor de Dios. En aquella ocasión luchó contra sí mismo, luchó contra su propia vulnerabilidad. Hasta que, no encontrando otra salida, clamó a Dios. Y Dios le respondió. Ignacio se sintió inundado por su misericordia. A partir de ese momento, Ignacio abandona el desprecio que sentía por su cuerpo. Sus ojos comenzaron a contemplarse a sí mismo, y a los demás, con los ojos de Dios. Su mirada se ha transformado: se ha convertido en una mirada vulnerable, que se deja vulnerar, serena y suavemente, por todo lo que le rodeaba (Ver Autobiografía 1-37).
Tal vez el mundo contemporáneo,
que lidia con algunas manifestaciones extremas
de vulnerabilidad, necesita simplemente historias que le ayuden
a no tener miedo de esa vulnerabilidad
Podemos imaginar que, llegados a este punto, Ignacio deja de hablar y dirige esa mirada vulnerable hacia nosotros. Luego, se despide en silencio, tras haber narrado su historia. No añade nada más, porque es consciente de que a veces, cuando la vulnerabilidad se deja sentir, no son los grandes discursos los que ayudan, sino la historia de quienes, tras haber atravesado un trance difícil, pueden alegrarse de haber salido vivos, incluso más vivos. A los primeros compañeros, que pedían a Ignacio les dejara una “historia de los orígenes”, una historia que pudiera servir de “mito fundacional” para la Compañía, les entrega Ignacio una herida y todo lo que de ella se desprende. Implícitamente afirmaba que su vida había nacido de una herida, que la Compañía de Jesús nació de una herida. Tal vez el mundo contemporáneo, que lidia con algunas manifestaciones extremas de vulnerabilidad, necesita simplemente historias que le ayuden a no tener miedo de esa vulnerabilidad, a no rehuirla; necesita historias que le permitan vislumbrar que la herida acaricia, la vida que fluye de la herida. Relatos no nos faltan: en primer lugar el de Jesucristo, luego el de Ignacio y el de tantos testigos. Podemos añadir aún otros: el mío, el tuyo…