Durante este Año Ignaciano, publicamos una serie de homilías que el P. General Kolvenbach pronunció en las fiestas de San Ignacio. En esta homilía, el P. Kolvenbach habla de la primera meditación de los Ejercicios Espirituales.
Iglesia de Jesús, Roma, 31 de julio de 1990
Para todos nosotros, congregados aquí de nuevo, es un gozo celebrar juntos la fiesta de San Ignacio, cerca de la Virgen de la «Strada» y al lado de la tumba del Santo.
Cuantos conocen a Ignacio a través de los Ejercicios Espirituales, que en nuestros días siguen iluminando a muchos cristianos y ayudándoles a enfocar la propia vida como vocación recuerdan sin duda la frase que encabeza la primera meditación: “El hombre es creado para alabar…» Es sólo el exordio. Ignacio vuelve a ello con frecuencia: orar para alcanzar el fin para el que he sido creado; alabar a Dios Nuestro Señor; hacer lo que es de mayor gloria y alabanza de Dios. Al final de los Ejercicios Ignacio nos invita a no quedarnos en lo abstracto, sino alabar todo lo que de bello y bueno ha suscitado Dios en su Iglesia: loar el Sacramento de la Reconciliación y el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, alabar las peregrinaciones y ensalzar los edificios de los templos. No nos pide Ignacio cumplir automáticamente todas las devociones prácticas que el Espíritu suscita en su Iglesia, sino que nos estimula a tener un espíritu abierto que sabe alabar las oraciones prolongadas en la Iglesia y los cirios encendidos, si bien el Señor nos llama a una vocación diferente. Aunque no llamó el Señor a Ignacio a seguir una vida consagrada a la salmodia y a las penitencias externas, para entregarse al exigente trabajo de la evangelización, Ignacio alaba a su Señor por la vida contemplativa de las monjas y los monjes. Para él, la diversidad era expresión de la riqueza del Espíritu en la Iglesia, que ningún tipo de vida puede agotar exhaustivamente; para él, de ninguna manera era un motivo para confrontar y juzgar. Basta salir de sí mismos, de las categorías e intereses propios, para alabar al Señor, rico en la variedad de sus dones.
También para Ignacio, la gran figura del que alaba es el rey David. Arrebatado por el espectáculo de cuanto Dios Creador y Salvador hacía por su pueblo, se despoja de sus vestimentas reales para, fuera de sí, danzar su alabanza ante el arca del Señor porque es eterno su amor. Le es indiferente que la multitud acaso se mofe de él; poco le importa que su mujer crea que está a punto de perder el prestigio ante el pueblo. Piensa él que no basta recitar un texto hermoso, que no son suficientes unas palabras de circunstancia. La alabanza estalla en danza sin cálculo, en pura gratuidad: alabar a Dios porque es Dios y es eterno su amor.
Indudablemente la mayor parte del tiempo de nuestra vida será, como la de Ignacio, una marcha, un avanzar que debe elegir fatigosamente el camino hacia el encuentro final con nuestro Creador y Salvador. No en vano nos enseñó Ignacio el discernimiento, el descubrimiento de la luz del que es Sendero en la noche por los angostos vericuetos de la banalidad y de los sufrimientos que no parecen ser sino la ruta hacia una muerte absurda que, sin embargo, en su luz gozosa se discierne como el camino de Dios con nosotros. Sin duda nuestra vida es un camino, con algunos momentos en los que nos detengamos para alcanzar nuestro objetivo o procurar los intereses propios; pero se corre y se danza en el camino trazado por el Señor, sólo por la alegría de ser hijo suyo, hermano suyo o su huésped, sin pretender el propio interés, en total gratuidad. El hombre ha sido creado también para alabar, pero esta alabanza no se cifra sobre todo en dar gracias por los dones con que nos ha enriquecido, sino en cantar con todo nuestro ser, cuerpo y espíritu, todo nuestro estupor, sencillamente porque Dios es maravilloso. Sabía bien Ignacio – y lo escribe en los Ejercicios Espirituales – que tenemos costumbre de mirarlo todo con ojos interesados y mirada utilitarista. ¿De qué pueden servirme las cosas y las personas, incluso los amigos, por no decir asimismo «en qué me puede ser útil Dios»? Sólo liberados de este instinto de poseer, con plena libertad y fuera de nosotros como David ante el
arca – por así decir -, como hombres que otra cosa no tienen que hacer, podemos alabar al Señor porque es grande, porque, es maravilloso, porque su amor es eterno.
Junto a la Virgen del Camino y al comienzo del año ignaciano, pidamos al Señor por intercesión de San Ignacio y con sus mismas palabras «que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas en servicio y alabanza de su divina majestad». Sea ésta la gracia de la Eucaristía de hoy.
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