Durante este Año Ignaciano, publicamos una serie de homilías que el P. General Kolvenbach pronunció en las fiestas de San Ignacio. En esta homilía, el P. Kolvenbach habla de la intimidad con Dios Padre.
Iglesia de San Ignacio, Roma, 31 de julio de 1999
Al celebrar esta tarde la fiesta de San Ignacio en la Iglesia dedicada a él, no podemos menos de caer en la cuenta de hallarnos casi en el umbral del año 2000. San Ignacio nos ha acompañado en el año de Cristo y de él hemos aprendido a seguir a Jesús en la cruz y en la gloria, siempre «todo entero mi Dios» (Diario espir., 27 febr. 1544). Además, San Ignacio nos ha ayudado a vivir el año del Espíritu, enseñándonos el discernimiento que pone de manifiesto en todo el mayor servicio al Señor y a su Iglesia. Hoy esperamos de San Ignacio una palabra que nos conduzca hacia El que es principio y fin de toda existencia humana, Dios, Padre de Jesús y Padre nuestro.
Al igual que a todo niño se le revela su padre no en los libros o estudios sino en la experiencia de su vida, San Ignacio aprendió en la experiencia que Dios era su Padre, que está en el cielo, y aprendió que «Dios es mi Señor» viviendo la vida de cada día. Con ocasión de un luto o una enfermedad, de un nacimiento o una boda, como de cualquier otro hecho doloroso o gozoso, en sus cartas recuerda con frecuencia que se trata siempre de un don amoroso de Dios, de un gesto amable de nuestro Padre. Escribe: «Tenemos un Dios tan bueno, tan atento y amoroso con nosotros que sólo elige 10 que es mejor para nosotros».
Ignacio no era un soñador que no conoce la vida ni un ingenuo que no mira de frente a la realidad. Por experiencia sabía que el camino hacia Dios es áspero y duro, pero nunca absurdo o repugnante. Porque en todo está presente un Dios amoroso, y trabaja por nosotros, está siempre entre nosotros, llamando a cada uno por su nombre y cuidando a cada planta o animal en particular. El Padre respeta a toda criatura por pequeña que sea, y sin El ningún pajarillo cae por tierra; por eso dice Jesús: cada uno de vosotros todos valéis mucho más que una multitud de pájaros.
En su familiaridad con Dios Padre, San Ignacio sabía por experiencia que era un pequeñísimo servidor en presencia de su Divina Majestad. Pero el Padre le hacía comprender cómo la omnipotencia divina que ha creado todo y sigue creándolo, no actúa para deslumbrar a las criaturas con brillantes acciones espectaculares ni menos aún para aplastarnos con su fuerza. Dios ha creado como Padre que engendra por amor, por deseo de cercanía amorosa, situándonos en el camino, confiando en nosotros, regocijándose cuando nos ve crecer en la intimidad con El hasta el día en que nos recibe en la casa del Padre. La omnipotencia de esta Majestad divina se pone de manifiesto en la bondad inefable de un Dios Padre que se inclina antes de todo sobre el porvenir de los pequeños y de los débiles y con insondable ternura sobre los hijos pródigos. La Virgen lo ensalza en su cántico: levanta a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y su misericordia se extiende de generación en generación. Ante esta inagotable bondad del Padre, Ignacio se avergonzaba y muchas veces firmaba las cartas con esta confesión: Ignacio, pobre en bondad, pobre que reconoce que todo es don de Dios, que todo es gracia.
Para Ignacio, era expresión muy sobrecogedora de esta bondad del Padre el deseo de hablarnos. Incesantemente nos invita al coloquio, a entrar en diálogo con El que es el Señor, pero con Quien podemos hablar como un amigo habla a un amigo, gracias a su bondad. Si en distintas ocasiones y bajo formas diferentes nos habla Dios es porque nos ama, desea acercarse a nosotros considerándonos interlocutores válidos, como adultos libres y responsables. Al entrar en conversación con nosotros, de hecho nuestro Padre Dios se hace vulnerable: en su bondad divina ha querido correr el riesgo de que nosotros rechacemos este diálogo, que traicionemos su palabra. Nos ha amado tanto que nos ha entregado a su Hijo como palabra de vida; y este diálogo con nosotros ha estallado en la ruptura de la cruz. Y, a pesar de conocer el lenguaje de nuestra historia con sus tristes aventuras de mala voluntad e infidelidad, en su bondad Dios no ha ahorrado ningún riesgo y sigue hablándonos por medio de su Palabra viviente, un Verbo de carne y sangre.
Consciente Ignacio de que es pobre en bondad, esta tarde nos invita a hablar con el que es Bondad, con el que sólo quiere ser Bondad divina; nos invita a hablar con El como un servidor habla con su Señor y también como un amigo habla con su Amigo, partiendo el pan y sirviendo el vino, para que nuestro corazón arda de amor al recibir el cuerpo y la sangre de la Bondad de Dios
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