Disponibilidad y acogida de la novedad que viene de Dios. ¡Así vivió Ignacio la conversión!
Este artículo se publicó por primera vez en el Anuario de los Jesuitas de 2021. Puede encontrar el Anuario completo siguiendo este enlace.
¡Cómo no sentirse conmovido, entrando en las camerette de Ignacio en Roma, por la minúscula mesa en la que trabajaba comparada con su intenso deseo de recorrer el mundo! Aceptar vivir en Roma para redactar las Constituciones, sin tristeza ni resignación, fue el camino que Ignacio eligió para responder mejor al amor de Dios. El corazón ardiente del Ad Majorem Dei Gloriam cabía en unos pocos metros cuadrados. La pedagogía espiritual de Ignacio nos permite precisar cómo comprendía Ignacio esa conversión permanente, basada en tres actitudes que cada cual está invitado a coordinar a su manera: la disponibilidad primera a Dios, la confianza en la capacidad de progresión y la determinación serena.
En Ignacio, la mayor determinación está íntimamente unida a una total disponibilidad. El pequeño grupo de compañeros ha nacido. Ignacio ha aceptado su elección como Prepósito General. La Compañía, reconocida por el papa, necesita unas Constituciones. Con la asistencia de su secretario, Polanco, Ignacio gobierna la Compañía naciente y surgen cuestiones que hasta entonces no se habían planteado. La Compañía no se desarrolla siguiendo los planes de un capitán o de un director ejecutivo; se ajusta a las circunstancias, a las exigencias que van surgiendo, como por ejemplo, la fundación de colegios. Pero Ignacio lleva adelante, con constancia, la intuición recibida en los comienzos, manteniéndose abierto a los acontecimientos. Esta disponibilidad primera es fundamental para Ignacio, y tendrá un eco concreto en su Diario.
El Diario espiritual, redactado entre los años 1544-1545 durante su estancia en Roma, nos desvela cómo se resquebraja la conciencia de Ignacio para que se manifieste, en sus decisiones, una manera siempre nueva de comprender la obra de Dios y de darle una respuesta. Sujeto a la efusión de lágrimas, Ignacio llegará incluso a rechazar lo que la tradición mística consideraba un don divino. En su lugar, descubre un pensamiento «que le penetra dentro del alma». El 14 de marzo de 1544 escribe: «con cuanta reverencia y acatamiento, yendo a la misa, debería nombrar a Dios nuestro Señor, y no buscar lágrimas, sino solo ese acatamiento y reverencia». Ignacio deja que ocurra lo que tiene que suceder, lo reconoce y se ajusta a ello. Su inclinación hacia un Dios siempre más grande, que abre sin cesar nuevas posibilidades, echa raíces en su experiencia personal. Esta ha cultivado en él la capacidad de acoger la novedad del Reino, la que solo depende de Dios, invitándonos a cooperar con ella. «Ignacio seguía al Espíritu que le guiaba; no le precedía», comentaba Nadal sobre él.
La conversión es acoger la obra de Dios y no aplicar decisiones para conquistarse a sí mismo, sus pasiones o su pecado. Ignacio se lo recordará con vehemencia a Francisco de Borja cuando este último, por su admiración hacia los jesuitas, deseaba unirse a la Compañía. Percibiendo que su interlocutor estaba afligido por sus obstáculos interiores, Ignacio le responde abiertamente: «En cuanto a mí, estoy convencido de que, tanto antes como después, no soy más que impedimento». Sin embargo, esa constatación de la debilidad no alimenta desesperación alguna. La obra de misericordia de Dios es primera, y trae consigo la alegría. Por ello, el consejero orienta a su interlocutor hacia la única atención que cuenta. En una carta a Borja de finales de 1545, le anima a «experimentar profundamente la humildad y la caridad». Cómo no reconocer aquí lo que dicen los Ejercicios sobre la reforma personal… «Porque piense cada uno que tanto se aprovechará en todas cosas espirituales, cuanto saliere de su propio amor, querer e intereses» (EE 189).
La conversión es salir de uno mismo, con humildad y amor.
El corazón que se apoya en sus cimientos, la obra de misericordia de Dios, se deja conducir por la dinámica del Espíritu. La misión en la Compañía, que para Ignacio es la ayuda al prójimo principalmente a través de la predicación de la palabra de Dios y de la conversación espiritual, llega a plenitud en primer lugar por medio del testimonio de la propia vida. Esto implica, tal y como exhorta Ignacio a sus compañeros enviados al Concilio de Trento en una carta de 1546, saber corregirse mutuamente, con caridad. La misión es un entrenamiento en la perseverancia, palabra clave de las Constituciones: es la manifestación de esa determinación serena de ponerse en camino hacia delante, la capacidad de encontrarse con dificultades en la búsqueda del bien. La conversión no es una tensión hacia algo que queramos adquirir, aun cuando fuera la perfección de una virtud, sino la paciencia para ir apartando los obstáculos y acoger la novedad del don de Dios, imprevisible, no determinado por mi voluntad ni por mis esfuerzos.
Ignacio presentía un Dios siempre más grande. Recibirlo todo de lo Alto otorga a la vida aquí abajo una forma siempre nueva, orientada hacia Dios con determinación y alegría.
Traducción de Beatriz Muñoz Estrada-Maurin