La herida de Ignacio en el arte

17 noviembre 2021Artículo

La herida de Ignacio en el arte

 

Que en 1521 Íñigo de Loyola resultara herido y que su lenta convalecencia significara un proceso transformativo de conversión debería reflejarse en el modo en que la mínima Compañía de Jesús y sus miembros y allegados viven su propia fragilidad. La pregunta es si durante este aniversario nos centramos solo en su conversión espiritual, abstraída de su herida, o si honramos de verdad su literal encarnación en la vulnerabilidad como asombrosa fuerza de lo frágil.

Ser miembros de un Cuerpo debería animarnos a situarnos bajo el estandarte del Dios vulnerable, del Señor que eligió un lugar humilde y hermoso [Ej 144] para llamar a los suyos, del Cristo de la Gloria que, como en el celebérrimo Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela, muestra sin pudor sus heridas –es decir, la vulnerabilidad– como el camino de salvación. En efecto, eligiendo la vulnerabilidad como camino, Ignacio no se aleja de su Señor, y la Compañía que camina en su estela, tampoco.

Por lo tanto, la vulnerabilidad no se identifica con la fragilidad: es la fragilidad acogida, es decir, la capacidad de ser herido. De la fragilidad a la vulnerabilidad hay un camino. De la cama de Loyola surgió un peregrino vulnerable. Tal vez la vulnerabilidad sea solamente otro nombre para la gloria, como rezamos en una plegaria eucarística: Transforme nuestro cuerpo frágil en cuerpo glorioso como el suyo. Tal vez vulnerable sea solo Dios y la vulnerabilidad un arte divino que los santos manejan con soltura y desenvoltura.

De nuestras heridas puede salir lo peor y lo mejor de nosotros: una palabra hiriente y violenta, que no es más que fragilidad ineficazmente arropada de ruido, o una palabra valerosamente vulnerable que, sin herir ni hacer ruido, es la única capaz de conectar con la herida cobijada en lo más hondo de otro ser humano. Allí, en el fondo, se celebra el encuentro.

Cómo no recordar aquí las famosas palabras de ánimo de Michael Buckley a los jesuitas que se preparaban al sacerdocio: ¿Eres suficientemente vulnerable para ser sacerdote? Es decir, ¿tienes suficientes fallas y fracasos, pruebas y flaquezas? ¿Qué entiendo por debilidad? No el pecado, sino todo lo contrario. La debilidad es la experiencia de una peculiar vulnerabilidad ante el sufrimiento, de un sentido profundo de incapacidad […]. La fuerza de nuestro sacerdocio radica precisamente en la debilidad que parece amenazarlo. […] La debilidad nos relaciona hondamente con los demás. También es el contexto para la epifanía del Señor; es la noche en que Él aparece. La Eucaristía sólo logra penetrar nuestras vidas si se ha partido y distribuido.

Una obra de arte que a mi modo de ver refleja esta vulnerabilidad ignaciana y peregrina no se fija directamente en la herida corporal de Pamplona –como la escultura frente a la casa de Loyola–, sino que la lleva más adentro y a la vez más a flor de piel. Se trata del conocido bronce del escultor canadiense William McElcheran (1927-1999), San Ignacio peregrino.

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William McElcheran (1927-1999), San Ignacio peregrino.

Avanza. Siempre con un pie delante, siempre en camino, tanto hacia fuera como hacia dentro. Se define como peregrino: el camino se abre paso a paso. No está solo, aunque lo parezca: tiernamente inclina su rostro para encontrar a otros, levantar ánimos y ayudar a las ánimas, contemplativo en la acción, anclado en el movimiento. Solo lleva una capa para protegerse de la intemperie: va vulnerable hacia donde no sabía: Seguía al Espíritu, no se le adelantaba […], sabiamente ignorante, con su corazón sencillamente puesto en Cristo.

Siempre inclinado, no recto e imperturbable, sino humildemente inclinado, preparado para el encuentro, atento y con el oído agudo. Siempre disponible, la cabeza descubierta. Y muchos se han apoyado en tu inclinación, como expresa bellamente el poeta jesuita Greg Kennedy en un sonetooración. Siempre en movimiento, siempre atento a las mociones, discerniendo: Muchos anclan su calma en tu movimiento. Si esta inclinación fuera la expresión plasmada en bronce para hablar de su vulnerabilidad, ojalá pudiéramos exclamar: Muchos te han seguido en tu camino de lo vulnerable. Muchos encontraron un apoyo en ese andar inclinado, más flexible que la rígida intransigencia y más resistente que la blanda permisividad, sólidamente fundamentado en un Dios igualmente peregrino.[1]

En la base de esta inclinación está la herida de Ignacio, no solo la de Pamplona, sino la más interior y duradera, la incurable, la que le mantuvo siempre inclinado y en ese camino tanto interior como exterior. La gran herida existencial que tiene que afrontar, después de curado, es la del voluntarismo y del narcisismo: quiere ir a Jerusalén, pero del modo como él quiere, mortificándose. Lo único que consigue en su afán de imitar a los santos es un cuerpo extenuado.

No se cierra en sus heridas. En su fragilidad, Dios le sale al encuentro. La herida de los escrúpulos le abre un camino nuevo desde el voluntarismo hacia la disponibilidad. Integrar sus sufrimientos le hace más disponible: elige y convierte esa fragilidad hacia otro, de modo apostólico y fraternal. Así, Dios le libera de su ego y le convierte en una persona libre y generosa. Es la diferencia entre el hacerse santo por uno mismo y el dejarse moldear por Dios: Ignacio descubre lo que es ser imperfecto, un santo con fisuras y debilidades. Se hace más sincero y humilde.

En este sentido, el soneto habla de Jerusalén siempre retirándose: el destino es certero y cambiante, como el horizonte. Ignacio descubre que Jerusalén no estaba donde él quería, sino que está en el magis. Forma parte de la vulnerabilidad no tener las cosas claras; no llevar su propia “Jerusalén” consigo como un tesoro intocable e inquebrantable, sino poner el punto de gravedad siempre fuera de sí. Ignacio no se queda inmóvil al borde del camino (Mario Benedetti), sino que se moja y pone manos a la obra, porque el amor se debe poner más en las obras que en las palabras [Ej 230].

Un detalle nada insignificante de la estatua es la carta que se ha hecho una con su cuerpo, señal de su íntima y fraternal conexión a pesar de las distancias con compañeros de camino repartidos por las innumerables fronteras del mundo: su vulnerabilidad es apostólica y fraternal. Se sabe enviado como apóstol, es decir, empujado por el Espíritu y fundamentalmente desarmado (incluso “desnudo”, según el término siriaco). Desde la cama de Loyola hasta las camerette de Roma se operó la laboriosa transformación del Íñigo voluntarista que oculta/olvida su fragilidad hasta el Ignacio vulnerable que la elige como camino y pórtico de encuentro.

Permítanme terminar con una nota personal. Llevo años acercándome al tema de la vulnerabilidad, aunque nunca fue tan claro como durante mi tercera probación en Alaska. Este año, tan marcado por la pandemia, he podido profundizarlo en una exposición colectiva de arte contemporáneo en el espacio O_Lumen en Madrid, colaborando con un dominico y con cuatro artistas cuya obra me parece particularmente lúcida y esperanzadora para resaltar la fuerza inherente a la fragilidad, mostrando que la vulnerabilidad peregrina y apostólica es algo universal que nos conecta entre nosotros, y en el libro La vulnerabilidad en el arte (PPC).

 

Publicado originalmente en Jesuitas. Revista de la Provincia de España de la Compañía de Jesús. (n. 148, verano 2021). [https://revistajesuitas.es/]

[1] Saboreen el soneto en su lengua original en: http://ignation.ca/2018/07/31/st-ignatius-pilgrim-sonnet-statue/

Written byÉcrit parEscrito porScritto da Bert Daelemans
Bert Daelemans SJ es un jesuita belga. Doctor en Teología. Se formó como arquitecto, ingeniero civil, organista y pianista, pero su infancia en Camerún lo llevó al sacerdocio. Cursó estudios en París, Madrid, Berkeley (EE.UU.) y Lovaina. Trabajó por un tiempo con los Yup´ik en Alaska. Actualmente investiga y enseña la Teología de los Sacramentos, del Espíritu Santo, del Espacio litúrgico y de las Artes en la universidad de Comillas en Madrid.

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